UNIVERSALIDAD Y REGIONALISMO
Conferencia dictada por Pedro Romero Mendoza
Ateneo de Badajoz 1932

Galantemente invitados por la comisión organizadora de este ciclo de conferencias a tomar parte en él, habría sido descortés e incluso digno de toda censura, desde el punto de vista del deber individual en esta hora crítica de España, el haber pretextado cualquier disculpa para no intervenir en este debate. Aceptada la responsabilidad de nuestra participación en el mismo, habéis de perdonarme que venga con este manojo de cuartillas a someteros a la durísima prueba de una lectura. Como en este mundo hay que estar animado de un espíritu de transacción, a fin de que no se altere la buena armonía de las cosas, prometo ser, en cambio, todo lo sobrio que me sea posible.

Vamos a decir unas palabras acerca del sentido de universalidad y del regionalismo como ideal de la política y del arte. Sobraría este segundo punto, ya que lo que nos congrega aquí es un objeto exclusivamente político, si no conviniese, para dar más amenidad y realce a este trabajo, traer también, el arte a colación. Además son dos elementos que, aunque antagónicos en la apariencia, suelen ir del brazo en la generalidad de los casos. No hay movimiento político que no trascienda a la esfera del arte; como no hay manifestación del genio literario de un país que no influya en los acontecimientos de su política. La Reforma y la Enciclopedia fueron los antecedentes históricos de la Revolución francesa. Y este cataclismo social; este fenómeno sísmico del pueblo francés-podría decirse, sin que se tenga por exagerada la metáfora-extendió su ascendencia hasta la poesía pesimista de Leopardo y de Heine, y la sombría interpretación filosófica del universo, de Schopenhauer. Hay, pues, una mutua correspondencia de ascendientes que hemos de ver confirmada, más de una vez, en el curso de esta disertación.

El regionalismo político y el literario han tenido en España grande resonancia; si bien la intensidad de esta resonancia no ha sido la misma en todas las regiones. El regionalismo político es posterior al regionalismo literario. Antes de iniciarse la propensión regionalista con la presencia en nuestra literatura de Fernán Caballero, Trueba y Pereda, hubo en España un ensayo circunscripcional por regiones, que no prosperó, como no prosperaron tampoco otras tantas iniciativas, más o menos felices, de aquella brevísima legislatura constitucional de 1.822. La división del territorio español en regiones, ha luchado siempre con las dificultades que en el orden histórico y geográfico, particularmente, ofrecen los antiguos reinos. Esta imprecisión de límites; esta difuminada conformación regional, según interpretemos la Historia y la Geografía, es causa de que en los famosos proyectos de Escosura, Moret, Robledo, Silvela y Sánchez de Toca, el territorio nacional se divida en distinto número de regiones.

Recordemos a este propósito los cambios que ha sufrido Extremadura como región desde la dominación romana hasta la invasión francesa. Después de la dominación del Imperio, entra a formar parte del reino de Atace. En el año 746, comprende Lusitania y Galicia. Derrotado el califato de Córdoba, se erige en reino, fijándose la corte en Badajoz. A principios del siglo XIII, Extremadura se forma de la agrupación de Soria, Alcaraz, Castilla, las provincias actuales de Cáceres y Badajoz y parte de Portugal. Poco después se reduce el territorio extremeño a la parte occidental del reino de Toledo, entre Castilla, León, Andalucía y Portugal. En 1.800 se amplía con la incorporación de varios territorios pertenecientes a Salamanca y Toledo. En 1.810 la invasión francesa varía los límites de la región, que vuelven a ser rectificados al desaparecer el gobierno que los trazó.Otro tanto veríamos en las demás regiones si no me asaltase el temor de agotaros la paciencia. Es decir, que lo mismo la división provincial que la regional responden, más que a una sabia y certera interpretación de la Geografía y de la Historia, a un imperativo político y administrativo.

El regionalismo literario fue en España, como si dijéramos, el complemento del naturalismo. El amor a los detalles tenía en la literatura regional un ancho campo en que moverse. Las peculiaridades de los pueblos; las tradiciones; los dialectos rudos y expresivos; todo lo que constituye la personalidad típica, castiza, autóctona de cada región, trajo a la literatura un nuevo elemento estético. De no ser así, el naturalismo del autor de Germinal, ensayado en el amplio marco de la vida populosa y turbulenta de las grandes poblaciones-París, Roma, Marsella,-habría fracasado ruidosamente entre nosotros. Esta evolución literaria, cuyas principales figuras no será preciso nombrar, nos informó copiosamente de la sentimentalidad lírica de Galicia; de las pintorescas costumbres de la tierra llamada de María Santísima; del reconcentrado carácter valenciano, más sombrío que jubiloso; en raro contraste con la limpidez del cielo levantino; del alma ascética de Castilla. España entera, si bien particularizada; dividida en compartimentos estancos, como diría Ortega y Gasset, tuvo en el arte regional su más férvida exaltación. Arte regional que penetró, voluptuosamente, en el alma del terruño; que plasmó en carne y hueso; es decir, en figura cálida viviente, la fisonomía lugareña; trayendo de este modo a primer término, la vida de los burgos españoles, con su carácter poético y patriarcal, y sus pasiones rudas e irrestañables. Al mismo tiempo que se ahondaba en la psicología llana y sencilla de manchegos, andaluces, maragatos, extremeños, de la alta y baja Extremadura, riojanos, aragoneses, levantinos, charros, cántabros, y astures, se reconstruía, con la escrupulosa precisión del arqueólogo, la escena y el vestuario regionales. Así tenemos detalladas noticias del barrio de Triana y del de Juderías; de la plaza de Zocodover; de la huerta de Valencia o de la Albufera; de la Corredeira; del Albaicín; de los pazos gallegos y de la meseta castellana; de la Maruca y del Muelle-Anaos; de las masías y de los cortijos; y de tantos otros rincones pintorescos, típicos o paradisíacos, desparramados sobre la faz de la Península.

Esta modalidad literaria que, en romántico peregrinaje por España, popularizó, bajo el bautismo del arte, todo cuanto hay de bello y emotivo en cada región, abrió paso al otro regionalismo astuto y solapado; al regionalismo político, que, como veremos ahora, presenta características distintas.

Pero conviene a la ordenación lógica de nuestro pensamiento dedicar antes unos comentarios brevísimos a Las Nacionalidades de Pi y Margall (Madrid 1929). Tal oportunidad tiene esta obra del ilustre pensador catalán, cuyos sentimientos no se rebalsaron dentro de los angostos límites de la región nativa, que el vigilante sentido práctico de editores y libreros ha dado de nuevo a la estampa el famoso libro. Veamos que provechosas enseñanzas pueden deducirse de una segunda y bien meditada lectura. Si los accidentes del terreno tuvieran en algunos casos la significación de fronteras, el mundo, sin ninguna excepción, se descompondría irremisiblemente y fatalmente en pequeñas nacionalidades. Los hechos históricos no confirman, en la mayoría de los casos, la formación de tales o cuales pueblos. Tampoco el criterio de razas ha influido, sin que puedan señalarse numerosos hechos en contra, en la estructura de aquellos. Por último, ni la identidad de leyes; ni la de la lengua, han sido causa determinante de la existencia de nacionalidades. De todo esto se infiere que sería un error lamentable reconstituir las naciones con sujeción a cualquiera de los criterios indicados. Será, pues, más conveniente mezclar las razas en vez de acuartelarlas; unir a los hombres separados por la diversidad de lenguas, en lugar de confinarlos a estos o aquellos límites por el culto de cada lengua; que pensemos en la necesidad de un derecho para todos, en vez de proclamar una ley para cada pueblo; que no veamos en los mares, ni en los ríos, ni en las cordilleras, sino accidentes naturales; en ningún modo murallas infranqueables; que la tolerancia dé fin a la rivalidad de los hombres en el orden religioso, en vez de enfrentarnos por causa de sus dogmas. Para conseguir esto, el señor Pi y Margall, cuya ideología política acabamos de extractar en las anteriores líneas, nos brinda una fórmula: la federación. Desde Aristóteles hasta Buzot, no faltan autores que propugnen las pequeñas provincias. Además, la federación puede facilitar, mucho mejor que cualquiera otro sistema político, el triunfo de la fraternidad humana. Aspiración que, no por utópica e ilusoria, debemos renunciar.

Nada hay en todo esto que pueda herir, ni de cerca ni de lejos, nuestro sentimiento españolista. La doctrina del ilustre pensador catalán puede compartirse o rechazarse; pero, en ningún caso, los que la compartan serán tenidos por separatistas o enemigos de España. El autor de Las Nacionalidades preconiza la unidad en la variedad, y exclama evangélicamente: “Derribar y no levantar vallas debe ser el fin de la política” Otros muchos aspectos interesantes hay en el libro de Pi yMargall; mas no es del caso exponerlos, ni menos, comentarlos.

Veamos ahora en que consiste el regionalismo político. Aunque tal vez parezca que vamos dejando muchos cabos sueltos a lo largo de este deslavazado estudio, téngase la seguridad de que ya nos llegará el momento de atarlos.

En la historia de las ideas políticas, el regionalismo hay que estudiarlo casi como un concepto abstracto; sin transcendencia real en la vida de los pueblos. Entiéndasenos. Cosa abstracta no en un sentido metafísico, como el alma, como el tiempo, como el espacio. Vemos en el regionalismo una abstracción; una entelequia, porque nos falta su figura real, objetiva, sensible; porque no se da efectivamente en la vida política; porque, dicho sea de una vez, sin ambages ni rodeos, el regionalismo tiene una existencia corpórea en la literatura y en el arte; que es lo que pudiéramos llamar un regionalismo platónico, contemplativo, sentimental; pero en política, regionalismo es sinónimo de nacionalismo; es la tapadera-perdonad lo poco académico de la expresión- del separatismo.

En España no hay más que dos regiones que propenden a la exaltación de todo lo que tenga carácter localista y autóctono: las Vascongadas y Cataluña; es decir, dos regiones profundamente nacionalistas. Para demostrar este punto no nos faltarían razones; pero como el tiempo apremia, bastará que aduzcamos una solo: el lenguaje. La lengua es uno de los elementos más importantes en la formación de las nacionalidades. Aplicado a éstas el criterio más generalizado: los accidentes del terreno, como fronteras naturales; la raza, la historia, las leyes y la lengua, como muros o barreras del espíritu no cabe duda que ésta última-la lengua- es el más temible valladar que un pueblo impone a los demás en su tendencia secesionista. Tanto el país vasco como Cataluña se sirven de sus lenguas diferenciales, no cual medios expresivos de una sentimentalidad lírica; sino como catapulta o ariete disparado contra la madre común. En Galicia, por ejemplo, la lengua regional es una lira que pulsaron desde el rey Sabio hasta Rosalía de Castro y Curro Enríquez, todos los poetas que sintieron la necesidad de traducir al lenguaje rítmico su cariño a la tierra nativa.; esto es, al paisaje; la morriña; la saudade y cuanto hay de emotivo y bello en la región. En Extremadura, el dialecto, en manos de Gabriel y Galán, no tiene otro oficio, ni otro objeto que el que acabamos de atribuir al gallego. ¿Puede decirse lo mismo del catalán o del vascuence? Voy a traducir, por venir al pelo, unas palabras de Cambó. Las tomo de su último libro Por la concordia (Madrid, sin año) “Lo que en él es más profano, persistente, menos discutible-viene refiriéndose al llamado hecho diferencial- es la existencia de la lengua catalana, la adhesión de los catalanes a su verbo maternal. Mientras esta manifestación no desaparezca el hecho diferencial subsistirá con toda su fuerza y con la potencialidad de todas las consecuencias que de él se deriven”

No quisiéramos dejar de ser breves. Vamos a examinar tan solo, como ejemplo del nacionalismo, la política que se practica en Cataluña. El federalismo de Pí y Margall ha tenido en esta región un propugnador notable: Valentín Almirall. ¿De que reproches no fue víctima en sus puntos de vista respecto del problema catalán? Prat de la Riba en La nacionalidad catalana (Valladolid 1.918); prologada por el señor Royo Villanova; Durán y Ventosa, en Federalismo y regionalismo (Barcelona 1.905); Rovira y Virgili en El nacionalismo catalán. (Barcelona 1.919); y tantos otros que omito por no ser mi propósito, ni mucho menos, hacer un índice bibliográfico, han rebasado esa línea que respetó Almirall- más prudente o más embebido en las ideas políticas del autor de Las nacionalidades-y ante la que Cambó también se detiene en una actitud comprensiva, inteligente, de concordia.

Prat de la Riba reproduce idénticas consideraciones que las aducidas por Pí y Margall respecto del fundamento de la unidad nacional. El unitarismo no es la política del pueblo; sino la de los reyes: despótica, tiránicamente impuesta. Reconocido el hecho cada cual tira para su lado. Pí y Margall señala como remedio de la variedad ibérica: la federación; pero la federación de regiones o provincias; a ser posible de las antiguas provincias. Prat de la Riba parte del siguiente hecho: personalidad de Cataluña como nación. La consecuencia de esta realidad política ha de ser el pacto entre naciones, el separatismo a cara descubierta. La soberanía nacional de España compartida. Frente al espíritu expansivo y fraterno de Castilla, la impenetrabilidad de Cataluña. Una historia de aquende el Ebro y otra de allende. Dos culturas disputándose la hegemonía intelectual.

Esta propensión megalómana no es ajena al mismo Cambó, cuya fórmula transaccional; cuyo deseo de resolver la cuestión cordialmente, parece colocarle fuera del alcance de aquella. Mas no es así. La megalomanía queda de manifiesto en estas palabras que, dicho sea de paso, promueven más a la burla que a la reflexión. “El hecho de que la más fuerte potencia de la Península forjase la unidad política en su propio provecho-observa Cambó-es una prueba a posteriori, del gran error histórico de Cataluña a renunciar por propia voluntad a ser ella la primera potencia peninsular. Lanzarse a empresas exteriores-se refiere a sus aventuras mediterráneas-sin haber asegurado la máxima fuerza metropolitana, ha sido siempre un error fatal que han pagado muy caro los países que lo han cometido” Es decir, que si Cataluña, en vez de dirigirse al Oriente, a la Grecia antigua, se hubiera lanzado sobre el resto de la Península, hoy no seríamos, seguramente, españoles, sino catalanes. Este yerro, esta gravísima equivocación histórica es lo que se trata de remediar ahora. Tarrasa y Sabadell nos han “catalanizado” por fuera. La generalidad intenta “catalanizarnos” por dentro; esto es, espiritualmente. He aquí el tremendo peligro nacionalista: la megalomanía.

Para llegar a esta situación política de Cataluña, los separatistas de hoy han sido primero provincialistas; después, regionalistas-fase esta en la cual termina lo que Prat de la Riba llamó “bifurcación del alma catalana”; y por último nacionalistas, que es como si dijéramos, el último tramo del ideal de allende el Ebro. Este proceso no puede ser más lógico. Los pueblos no desaprovechan nunca la ocasión de robustecer su personalidad. Es una ley biológica que rara vez falla.

Me he detenido a historiar la evolución del conflicto catalán, para que vean el peligro que se corre cuando todas las energías de una región convergen en este punto: fortalecer su personalidad política. El regionalismo literario y artístico, que yo admito como un episodio de la literatura y del arte del genio nacional; pero de ningún modo como manifestación ejemplar, como modelo irreprochable de la una y del otro, de nada tiene que avergonzarse. He creído siempre-ya insistiremos después sobre este asunto-que un particularismo exagerado origina pequeños estados de conciencia estética, en los cuales no se dan los Quijotes, ni los Faustos, ni las Celestinas, que responden a universales módulos. Pero el regionalismo político, cuando pretende desajustar las piezas del todo armónico que se llama: la unidad nacional, será siempre vituperable si al juzgarlo lo hacemos con el criterio histórico de cuatro siglos.

En Extremadura no puede presentarse nunca este peligro.

Los extremeños somos profundamente individualistas. Este hecho, admitido por todos, es la causa de que no exista una personalidad colectiva. Nuestro individualismo es la última etapa del carácter independiente que, a lo largo de la Historia, constituye la peculiaridad más visible de los pueblos ibéricos.

Basta conocer nuestro pasado para que este hecho se muestre como algo indubitable, fuera de toda disputa. El Imperio romano tardó dos siglos en someternos. A pesar de la tendencia unitarista de la política romana, mucho después de la Conquista era evidente la diversidad de fueros. La Península no alcanzó nunca una completa unidad. Se salvaron las distancias que nos separaban en lo jurídico y en lo religioso. La lengua y las costumbres acabaron por prevalecer. Aun así y todo cuando esta unidad fue desbaratada por los godos, la Península Ibérica estaba lejos de haber formado un todo compacto e indivisible. El nuevo pueblo invasor encontró las mismas dificultades para la unión. Hubo que ceder de una y otra parte, porque la transacción es la mejor fórmula política cuando existen dos rivalidades conscientes de sí mismas. En el año 589 los godos, bajo el reinando de Recaredo, sacrificaron sus ideas religiosas. El arrianismo no fue ya un obstáculo para la unidad. La fusión de los códigos de Eurico y de Alarico sorteó otro arrecife formidable: la variedad de leyes. Desde el instante en que los godos logran la unidad ibérica hasta la invasión de los árabes escasamente transcurre medio siglo. Otros sucesos históricos confirman el carácter independiente y cerril de los iberos. Hasta el año 1.076 no pasó Navarra a pertenecer al reino de Aragón. Pero en 1.134 alcanza de nuevo su independencia. En la segunda mitad del siglo XII se incorpora a Aragón el Condado de Barcelona. En 1.200 se somete Guipúzcoa a la corona de Castilla; en 1.332, Alava y en 1.379, Vizcaya. Mallorca entró a formar parte del reino de Aragón en 1.349. Unidos quedaron en el siglo XV los reinos de Castilla y Aragón. La toma de Granada corresponde a 1.492. Hasta 1.512 no fue nuevamente sometido el reino de Navarra al de Castilla. Por último, en 1.580 la corona de Portugal ciñó las sienes de Felipe II; quedando de esta manera constituida la unidad ibérica. Perdóneseme esta empalagosa enumeración de fechas. Pero nos convenía seguir el proceso reconstructivo de la unidad nacional, desgarrada con la rebelión triunfante de Portugal y herida muchas veces por otras insurrecciones fracasadas. Estas citas no pueden ser más elocuentes. Son como hitos gloriosos que indican cuan difícil fue la reconstrucción de nuestra nacionalidad. El carácter independiente de los antiguos iberos queda bien probado a lo largo de este resumen histórico.

Hay dos clases de Independencia: una dinámica, que echa mano de los recursos bélicos para prevalecer. Es el caso de Cataluña cuando hace frente a las tropas de Felipe V. Otra pacífica, extática, de forma individualista; de un individualismo ibseniano; con una consecuencia fatal e irremediable: la egolatría.

De esta independencia particularizada, atomizada no hay que esperar sino robustas individualidades. Falta el alma colectiva; el impulso generalizado que alienta en las multitudes. En cambio se dan los ejemplos más notables de valor moral. En el primer caso el héroe es un héroe colectivo, como la expedición de catalanes y aragoneses contra griegos y turcos. En el segundo el héroe tiene nombre y apellidos. Bastará recordar la Historia de Extremadura para que veamos la falta de trabazón de sus figuras más representativas en los distintos ordenes de la actividad humana. Sus conquistadores, aventureros, navegantes, legistas, teólogos, poetas, son vigorosas individualidades, disconformes entre sí; separadas por profundos abismos de carácter y temperamento. ¿Qué diferencias no encontraríamos entre Cortés y Pizarro si los sometiéramos a una crítica juiciosa y severa? En el conquistador de Méjico se dan las más altas cualidades: el talento; la perspicacia; la intrepidez; el valor; la celeridad de ejecución en las situaciones difíciles y peliagudas. Su palabra persuasiva y diserta le granjea el albedrío de los más desafectados y remisos. Hay algo en su persona de fascinadora gallardía. Dotado de una grande aptitud de mando, planea la Conquista con la pericia de un verdadero genio militar. Es diplomático y prudente. Maneja la lisonja como el más hábil cortesano, y según el decir de un historiador de nuestros días, puede dar lecciones a Maquiavelo. Tras la conquista emprende la colonización; preocupándose de la agricultura, de la ganadería, de la minería, cuando no dedica preferente cuidado a la conquista del alma y a tal fin solicita del Rey el envío de misioneros. Es el capitán y el político en una sola pieza. ¿Concurren estas condiciones en Pizarro? El conquistador del Perú es la audacia sin el talento. Improvisa pero no calcula. Más temerario que Cortés; pero menos inteligente, le supera por su valor, por su temple heroico. En cambio sus aptitudes políticas son tan escasas que comete gravísimos errores, siendo buen testimonio de lo que decimos la muerte de Atahualpa y la entrada en el Cuzco, memorable por la rapiña y el saqueo. Pizarro es un soldado valiente sin pizca de pensamiento político.

¿Que gradación de matices cabe establecer en el orden religioso? No es raro encontrar en el pasado de Extremadura algunos hechos relacionados con esta materia, que hacen resaltar la variedad de creencias de nuestros coterráneos. Algunas veces median verdaderos abismos. Hasta no faltan las manifestaciones heréticas que ponen sobre aviso en jaque a los Tribunales de la Inquisición. Menéndez Pelayo aporta interesantes noticias en su Historia de los Heterodoxos acerca de la divergencia religiosa en Extremadura. La herejía llamada de los alumbrados, que tuvo como notables representantes a Hernando Alvarez y al P. Chamizo y como principal teatro de sus hazañas la ciudad de Llerena, se extendió a Mérida y Miajadas, pueblo este último donde a principio del siglo actual existió, como en Ibahernando y Santa Amalia, un importante núcleo de luteranos. Don Vicente Barrantes en su Aparato bibliográfico para la Historia de Extremadura trata este asunto de los alumbrados con la debida extensión. Allí pueden acudir los ávidos de noticias sobre este peregrino suceso del siglo XVI. En Hornachos y por la misma época de los alumbrados se practicaba la ley de Mahoma. Mérida y Guadalupe continuaba siendo el refugio de judíos y judaizantes.

No es posible que nos detengamos en este curioso aspecto de la personalidad social de nuestra región, dados los angostos límites en que hemos de movernos. Sin embargo, para subrayar la diversidad de matices, cuando no los profundos antagonismos que presenta Extremadura en materia de religión, bastará que recordemos la distancia que va desde las evangélicas predicaciones de fray Pedro de Garabito o los éxtasis de san Pedro de Alcántara, dado al ayuno y a la penitencia, hasta el punto que su cuerpo parecía hecho de raíces de árboles, como ya se ha dicho, al catolicismo de Moreno Nieto, orador racionalista y doctrinario; desde el espiritualista Donoso Cortés, paladín esforzado de la Iglesia Católica, al heterodoxo Roso de Luna, excelente cultivador de la ciencia, un tanto enigmática y misteriosa, de la teosofía; desde la poetisa doña Luisa Carvajal, exaltada a los altares por su virtud, a la Serrana de la Vera, lúbrica y aguerrida paisana suya, que purga en la horca sus crímenes y tropelías y de cuya autenticidad sería imprudente dudar después del feliz descubrimiento de don Vicente Paredes (Orígenes históricos de la leyenda “La Serrana de la Vera”. Plasencia 1.915). Todo esto viene a corroborar la variedad del carácter y temperamento extremeños; de la ideología política y religiosa de nuestra región, firmes puntales de la universalidad del genio de Extremadura a que hemos de referirnos después.

Se me podrá argüir: ¿Pero y en literatura; y en el Arte, no hay afinidades como para pensar en un genio artístico de Extremadura? El tema es por demás sugestivo y variado. Voy a dedicarle, pues, unos momentos, con toda la sobriedad y economía que me sea posible.

De los hechos históricos más sobresalientes que han tenido lugar en Extremadura, podría obtenerse una conclusión, un corolario: el extremeño es sobrio, duro, sufrido, valeroso, aventurero, indómito. Claro es que muchas de estas condiciones, por no decir todas, habría que suscribirlas también respecto del tipo ibérico. Pero ya es algo que no se hayan perdido, ni borrado entre nosotros. De ser estas las características más notables de la región, nada de extraño tendría que trascendieran a las obras de nuestros artistas. Y si no puede negarse que aparecen en alguna de ellas, para que constituyan carácter, tono o fisonomía, habrían de generalizarse y universalizarse en la esfera o ámbito del arte regional.Es decir, que es necesario un elemento predominante y una sensibilidad pronto a percibirlo. Que haya algo en el paisaje, en la luz, en el cielo o la psicología de los hombres que trascienda a la obra artística, dándole carácter distintivo e indígena. Los griegos sentían la serenidad del cielo ático de tal manera, que este sentimiento pasaba a la realidad del arte, tomando forma sensible en la Minerva, de Fidias y el Cupido, de Praxiteles. Pero aquí falta, precisamente, el tono, el módulo genérico. Así, cuando nos empeñamos, dejados llevar de un impulso afectivo, en descubrir un denominador común en nuestros artistas, nos quebramos de puro sutiles y adelgazados.

Si tomando como elemento predominante de la región las características a que antes nos refiriéramos, intentásemos descubrirlas en nuestros literatos, vendría, rápidamente, a la memoria un nombre: Forner. Toda su obra está llena de la sobriedad y dinamismo de nuestros conquistadores y aventureros del siglo XVI. El ardor polémico con que tercia en las disputas con Iriarte; la fogosidad de su temperamento al salir en auxilio de nuestra lengua, entroncan con la gallardía y el empuje de un Pizarro o de un Valdivia; pertenecen al mismo árbol frondoso, robusto y gigantesco de aquel pasado memorable. No es solo el autor de la Oración apologética por la España y su mérito literario el que acude presurosamente a nuestra memoria; sino también don Bartolomé José Gallardo; otro temperamento polémico formidable, cuya sátira, rayana en el sarcasmo, hace oficio de catapulta o almajaneque, y cuya pluma, acerada y tajante, fue de todos temida. Sería fácil hallar testimonios de consanguinidad literaria entre Forner y Gallardo; por lo menos en la intención de algunos escritos como, por ejemplo, Las exequias de la lengua castellana y Cuatro paletazos bien plantados. Pero si intentamos cobijar bajo un mismo concepto a un Torres Naharro o a un Romero de Cepeda, será faltando ya a esa prudencia elemental que es condición indispensable de la crítica, si queremos que sea justa e irreprochable. La compañía salvaje, por ejemplo, es una imitación, más o menos hábil, de la Celestina. Las crudezas que campean en la obra; el abultado realismo de sus escenas, se deriva del modelo en que se inspiro Romero de Cepeda, al igual que otros muchos poetas y prosistas del siglo XVI, sin que pueda achacarse a genialidades de índole regional. Y lo mismo habría que decir de Torres Naharro. La hechura esencialmente satírica de este otro extremeño, acaso sea más circunstancial que nativa. No diré yo que el carácter independiente y cerril de Extremadura en este siglo XVI, que además de ser el siglo de los conquistadores, navegantes y aventureros es también el de los maestros de Teología y Humanidades de la talla de un Maldonado, de un Pedro de Valencia, de un Brocense no tenga su parte en la psicología de Torres Naharro; pero pudieron influir, sin duda, las costumbres y hábitos del Renacimiento; la corrupción de aquella sociedad desenfrenada y licenciosa, que nos da un tipo literario del estilo del Aretino o de Bocaccio.

Sin embargo no todos los extremeños presentan la misma disposición para la sátira; no todos tienen el mismo aire desenfadado y resuelto; el mismo carácter independiente y cerril. Si no temiese acabar con vuestra paciencia aportaría muchos ejemplos en corroboración de mi punto de vista. Pero no me sustraigo a la tentación de hablar de dos de ellos : García de la Huerta y de Mélendez Valdés. Ninguno de los dos encaja en esa casi uniformidad fisonómica de Forner y Gallardo. El autor de la tragedia Raquel- lo más espigado ; lo más en sazón de su obra literaria, tan poco rica y copiosa en aciertos palmarios-sucumbe en la porfía con su paisano Forner. Menos culto y hábil es blanco de las enherboladas saetas del emeritense. La destemplada actitud que sale al paso de sus coetáneos cuantas veces intenta reivindicar el arte nacional, y muy singularmente nuestro teatro-,ese teatro que escribía con ache y del que faltaban las figuras más notables, pues en su ceguera y mal gusto había ido escogiendo lo peor-es más bien detalle de mal genio que adecuado instrumento de la pasión en medio del fragor de la pelea. De aquí sus palos de ciego; sus errores de interpretación; sus apreciaciones caprichosas sobre Cervantes y Lope de Vega; sobre el Pastor Fido, de Guariní y la Aminta, del Tasso; y otros desatinos parecidos que podrían traerse a la colada. Convengamos en que no fue un paradigma precisamente, de ese genio literario de Extremadura que nuestro paisano, señor López Prudencio, ha descubierto en nuestros escritores. Menos podía serlo Meléndez Valdés; dulce y empalagoso poeta, por demás; enamorado del caramillo y de la égloga. Dios le conserve la vista a quien acierte a ver en los versos de este extremeño un rasgo siquiera de los que hemos anotado más arriba como peculiaridades de la psicología regional. Falta a sus idilios la naturalidad de los antiguos poetas bucólicos. Hay algo, por no decir mucho, de ficción, de artificio en sus poesías, pastoriles; y cuando animado por su fraternal amigo Jovellanos, abandona a sus pastores y zagalas para lanzarse a las altas esferas de la moral y la filosofía, carece de la elevación y del estro que demanda la gravedad del asunto.

Extremadura ha hecho también dos aportaciones valiosas a la mística. Nos referimos a San Pedro de Alcántara y a fray Juan de los Angeles. Si bien de éste no se ha dicho aun la última palabra sobre su tierra nativa. (P. Jaime Sala. Prólogo a las Obras místicas de fray J. de los Angeles. Madrid 1912. Pág. 2), quien afirma que en Los Diálogos de la Conquista del Reino de Dios-obra de fray Juan- “hay una energía de penetración tan grande, como la que en aquellos mismos años empujaba a los exploradores de América por entre las selvas vírgenes y por sobre las ignotas corrientes del Amazonas y del Misisipi” ; Pero más me inclino yo a creer que se trata de una imagen, brillante y vigorosa, del señor Navarro y Ledesma, que de una verdad profunda; de un certero atisbo; de una deducción exacta de la psicología extremeña.

No terminan aquí los ejemplos que ponen de resalte la ausencia de caracteres típicos y castizos de nuestros artistas; y los profundos abismos que separan a unos de otros; sin más vínculos de afinidad entre sí, a mi juicio, y en la generalidad de los casos, que débiles, tenues, desvaídos matices. ¡Que hondas desigualdades no cabría señalar entre Zurbarán y el divino Morales; afiliado el uno a la escuela sevillana y el otro a la flamenca; veraz, concienzudamente realista el primero y encaramado el segundo a la cúspide del idealismo más puro, hasta dar casi la impresión de un Doctor extático de la paleta¡

No es nada fácil buscar puntos de semejanza en el orden psicológico. Si es cierto que el estilo es el hombre, cada hombre ha de tener su estilo, porque no hay dos hombres iguales. De aquí la enemiga de algunos críticos con relación a las escuelas literarias. Verdad es que en nuestra literatura ha habido varias escuelas poéticas. Pero no olvidemos el recelo con que autoridad tan indiscutida como el señor Menéndez Pelayo admitía dichas clasificaciones. Lo que pone más de relieve la autoridad de los hombres no es la analogía que los una, sino la divergencia que los separe. El que se parece a todos no se parece así mismo; y lo primero que ha de procurar un escritor o un artista, es ser, o lo que es lo mismo, tener su “yo”, independiente del de los demás. Quien no tiene estilo propio pasa por la república de las letras sin pena ni gloria. A mi juicio lo que más contribuye a realzar nuestras aportaciones al acervo común de la literatura española, es la variedad de matices; la individualidad del genio literario de la región. El puntode vista tan generalizado entre nosotros de que existe una honda e íntima trabazón de elementos morales y físicos, me ha parecido siempre subjetivo. Claro que se me puede devolver la pelota, en cuyo caso ¡vaya usted a saber todo lo impersonal de que parte estará la objetividad¡

He procurado siempre ser todo lo impersonal que me ha sido posible. No hay crítica más efímera y trasijada, me atrevería a decir, que aquella que predomina el sentimiento personal del autor. Los atisbos geniales fueron siempre, aunque se crea otra cosa, producto de la reflexión, de la severidad de nuestro juicio, más bien que corazonadas. “Para el trabajo mental que consiste en fundir juntos el elemento racional y la forma sensible,-ha dicho Hagel-el artista debe llamar en su auxilio una razón activa y muy despejada y una sensibilidad viva y profunda. Es, pues un error gravísimo, el imaginar que poemas como los de Homero se hayan formado a manera de un sueño mientras que el poeta dormía. Fue la reflexión que sabe distinguir, elegir y separar, el artista es incapaz de dominar el pensamiento que quiere poner en su obra. Es ridículo, por consiguiente, el creer que el verdadero artista no sabe lo que se hace”. Quizás en términos generales, es decir, en lo que atañe a la poesía, resulta un poco exagerada esta afirmación. Pero el busilis de la crítica está en el dominio de la inteligencia sobre el sentimiento. Por eso el desequilibrio de las facultades del alma es precisamente la razón de que haya poetas y críticos. Donde predomine la sensibilidad tendremos al poeta o creador de la belleza. Allí donde sobresalga la inteligencia estará el crítico. Claro que cuando ambas cosas se funden o abrazan, miel sobre hojuelas.

Veamos ahora los cambios que ha sufrido Extremadura como región desde la dominación romana hasta la invasión francesa. Después de la dominación del Imperio entra a formar parte del reino de Atace. En el año746 comprende Lusitania y Galicia. Derrocado el Califato de Córdoba se erige en reino, fijándose la corte en Badajoz. A principios del siglo XIII Extremadura se forma de la agrupación de Soria, Alcaraz, Castilla, las provincias actuales de Cáceres y Badajoz y parte de Portugal. Poco después se reduce el territorio extremeño a la parte occidental del reino de Toledo entre Castilla, León, Andalucía y Portugal. En 1.785 la región sufre la desmembración del territorio de Talavera de la Reina. En 1.810 la invasión francesa varía los límites de la región, que vuelven a ser rectificados al desaparecer el gobierno que los trazó.

¿Será posible, después de cuanto va expuesto, buscar la personalidad física y moral de una región cuyas alternativas en el orden de los límites geográficos; cuya historia llena tan solo de robustas individualidades, disconformes unas de otras; cuyo genio literario desentendido, a mi juicio, de todo módulo genérico o denominador común; cuyas modalidades étnicas humanizadas en dos tipos de transición entre el andaluz y el castellano o leonés, hacen imposible la determinación de una fisonomía típica y castiza; de un cuerpo compacto e indivisible? Todo intento en este sentido será divorciarnos de la realidad. Y no hay que darle vueltas o nos atenemos a la realidad, que es lo discreto o tendremos que forjar el Estatuto extremeño sobre una entelequia.

Por otra parte el regionalismo como elemento social y político me parece anticuado. Burke condena, sagazmente, la excesiva complacencia con que los hombres practican las teorías políticas. En efecto: la decadencia o el desbarajuste de un Estado puede sobrevenir de la aplicación de tal o cual doctrina. De aquí que los gobernantes deban desentenderse la las teorías filosóficas; porque una cosa es la abstracción y el goce voluptuoso de las ideas puras y otra la realidad de la vida social. Para que la nave del Estado salve esta sirte, hay que mirar al fondo del mar, no a las nubes. El mérito del argonauta Lince consiste, precisamente, en esto mismo: en penetrar con sus ojos los misterios del Ponto. En aquellos países donde se ha ensayado el regionalismo político; es decir, la descentralización, se tiende ahora a rectificar este sistema. Alemania, Australia y los Estados Unidos se van haciendo unitaristas. Recuérdese el Reichsrecht brigcht Landrecht de los alemanes, que no es otra cosa que la supremacía del Derecho del Estado sobre el de la región. En Suiza que, como sabemos, es la sede del cantonalismo, se ha aprovechado la última revisión de su estatuto constitucional para inclinarse a la política centralizadora. Esto es lo lógico. El Estado supone la ordenación de los intereses y aspiraciones de una colectividad, de modo que no haya colisión, ni conflicto entre ellos. Si el hombre no pactase con el Estado su sometimiento a un interés general, cada ciudadano sería un Carnéades que obraría a su antojo; se regiría por sí mismo; sin más normas que su personal conveniencia; y como resultado de todo esto sobrevendría una situación anárquica, disolvente, caótica. Los antiguos sofistas veían en el hombre algo así como el eje del mundo. Este individualismo patológico no podía prosperar. Los filósofos que sucedieron a Gorgias y Prótagoras ante esta anarquía pensaron en un interés colectivo; en una indispensable disciplina social que, inspirada en sabios principios de justicia, ordenase y armonizase la vida de los hombres. De aquí se colige fácilmente que si el Estado surgió como una necesidad política, sin cuya satisfacción no habría orden ni concierto humano; las colisiones y los conflictos de unos pueblos con otros-reproducción en una esfera más alta de la anarquía individual-exigen también otro Estado superior dentro del cual se ordenen y disciplinen los demás Estados, como los individuos dentro de cada uno de éstos. Lo cual no es otra cosa que la proclamación de la doctrina internacionalista, que cuenta en estos días con notables valedores. (Historia de las ideas políticas; de R. G. Gettell. Barcelona 1930).

Se nos dirá que todo esto es una utopía y que las utopías no tienen otra atmósfera respirable que la especulación filosófica. Pero téngase en cuenta que nuestra misión no es legislar; sino discurrir sobre algo que va a ser materia legislable. No tenemos, pues, que escribir al dictado de la realidad. Más bien por encima de ella; con esa orientación intelectualista que envuelve las cosas en un velo sutil, ultrafino, de idealidad.

Decíamos que frente a la Ciudad-Estado de los griegos; el Universo-Estado. La sensibilidad humana es, cada día que pasa, más notable, más evidente. La Gran Guerra fue un retroceso en esta evolución del espíritu de las colectividades, de los Estados; pero fue también una lección. Todavía estamos sufriendo los resultados de aquella contienda. La guerra europea llevó la ruina, el pesimismo, la desolación a muchas naciones; pero ahora, combatientes y neutrales nos encontramos ante el problema del desequilibrio económico del mundo. De aquí que las naciones propendan a unirse bajo un Estado de Estados. La escisión de una nacionalidad en otras más pequeñas es el camino de la anarquía; porque allí donde las concreciones políticas estén más cerca del individuo está más próximo el caos. En cambio la confederación de grandes Estados evitaría muchos peligros. El primero de todos: la guerra. Esta tendencia de solidarización, no de socialización- discrepo del socialismo porque el socialismo es “El Estado somos nosotros” y no atino a ver la diferencia entre la tiranía individual y la tiranía colectiva-esta tendencia de solidarización, decíamos, fue ya preconizada por Dante. No se trata, pues, de una novedad; de un programa político de última hora. El peligro fue siempre anterior a la precaución. La dolorosa experiencia del peligro nos hizo prevenirnos contra él. Y como la historia del mundo es una serie de descalabros, ha surgido en diferentes ocasiones el ansia colectiva, universal de evitarlos. A esto tiende la política contemporánea. Pero este sentido de universalidad no ha de traducirse en imperialismo. La expansión comercial y colonial de las naciones las hace imperialistas. El desarrollo del pensamiento, de la cultura da a los pueblos carácter de universalidad. Hay dos maneras de imponerse a los demás Estados: manu militari, esto es, a viva fuerza, como hizo Napoleón o por la influencia del pensamiento. El primer sistema tiene una vida más o menos larga; pero contada al fin. En cambio el segundo la tiene ilimitada. El espíritu helénico no solo no ha muerto, sino que palpita vigorosamente en las culturas modernas de estirpe clásica. Del imperialismo español nada nos queda. Sin embargo, del sentido universalista de su cultura nada nos falta. El P. Vitoria echó los cimientos del llamado Derecho de gentes. Don Quijote, la Celestina y Don Juan son ciudadanos del mundo. No hay atmósfera literaria que les sea hostil, irrespirable. Son tres figuras ingentes que, cabalgando a horcajadas sobre la flecha de Abaris, recorren los cuatro puntos cardinales.

Este sentido de universalidad de nuestra cultura no se aviene con la hurañía localista. El hombre propende a la expansión social, a la convivencia de las almas por encima de todas las fronteras y limitaciones de los pueblos. La distancia que media desde la caverna a la urbe, desde el clan al Estado, es una confirmación de cuanto decimos. De aquí precisamente, que nos parezca un retroceso la política secesionista de Cataluña y Vizcaya. Para probarlo vamos a hacer unas reflexiones sobre la lengua regional.

Adúcese como argumento decisivo a favor del nacionalismo catalán o del vasco, la lengua vernácula de cada una de estas regiones. Y se esgrime contra el Poder público este arma que, a mi modo de ver, es de dos filos. Porque si por un lado la lengua vernácula es un pilar formidable de la política nacionalista, por el otro reduce y constriñe la expansión espiritual de las regiones que, como Cataluña y Vizcaya, tienen en sus medios expositivos el principal obstáculo para expandir su pensamiento, su arte o su cultura.

Voy a poner un ejemplo que corrobora nuestro punto de vista. El cine sonoro, que es un avance evidente en el progreso del séptimo arte, ha venido a localizar sus manifestaciones. Mientras el Cine fue mudo, como el lenguaje mímico no tiene fronteras, cualquier simple mortal que estuviese en posesión del sentido de la vista, era apto para gozar del espectáculo. En cambio, la limitación inevitable que la lengua pone entre los hombres achica el radio de los artistas de la Pantalla, que habrán de contentarse con públicos localizados. Es decir, que la lengua particular de cada pueblo, al invadir la esfera del Cinematógrafo, ha hecho de un arte universal, otros nacionales. Las grandes figuras del séptimo arte, que cuando era mudo podían comparecer ante todos los públicos, ahora tendrán que saber más lenguas que el mismísimo Mitrídates de quien se asegura que conocía veinte idiomas o habrán de darse por satisfechos con un público formado de compatriotas.

Otro ejemplo. La Atlántida escrita en castellano podría ser leída por cien millones de almas, como El Quijote o La Celestina; ¡Ah, si tuviésemos un lenguaje universal en el que se hubieran escrito todas las obras maestras de la literatura, como tenemos un pentagrama y un pincel universales ¡Si nos atenemos a la Historia Sagrada, la diversidad de lenguas fue el castigo impuesto por Dios a las tres grandes familias congregadas en la llanura de Senaar, cuando intentaron escalar el cielo. Júpiter, en circunstancias parecidas, se sirvió del rayo destructor. El Padre Eterno fue más diplomático.

Se me podrá argüir, que si no hemos de desaprovechar las lecciones de la Filología, más fácil será que de una lengua nazcan otras muchas que varios idiomas se refundan en uno solo. Así de la lengua del Lacio derívanse las llamadas neolatinas; sin que se dé el hecho contrario, esto es, que de las lenguas romances resucite la lengua del Lacio. No es lo mismo. Aquí no se trata de una lengua senil que habiendo alcanzado su punto de madurez, decae y muere; sino de las lenguas-en cuanto toca a Castilla y Cataluña-de igual linaje, pero de distinta prole: si como prole se entiende el caudal filosófico y estético que la palabra pone en circulación. De aquí que nos parezca un absurdo el rehusar aquel vehículo del pensamiento y del corazón que tiene más poder difusivo, adoptando, a título de un sentimentalidad muy discutible, una actitud de rural cazurrería. No es otra cosa el encerrarse en angostos límites pudiendo, no solo enseñorearse del gran recinto nacional, sino trasponer el Atlántico y el Pacífico. Esto me recuerda a aquel extravagante que mandó tapiar todas las ventanas de su casa menos una, por entender que con ésta bastaba parar espirar y ver lo que ocurría en el exterior.

¿Pero es que el problema regional, donde exista, carece de solución posible? ¿No hay más remedio que condenar por espurio todo sentimiento regionalista? A mi entender no. El regionalismo tiene numerosos aspectos. Puede ser político, administrativo, literario. Para mí solo el primero es reprobable. Porque es como los procesos fistulosos, aunque la comparación no sea muy delicada, que se sabe donde empiezan, pero no se sabe donde acaban. La soberanía de un pueblo no debe ser compartida por otro. O dentro o fuera. Si dentro, no habrá más que una soberanía. Si fuera, habrá dos. Los términos medios representan, de una parte, la debilidad del Estado que a todo se allana, practicando la doctrina funesta de que gobernar es ceder; de otra, un avance en la política de secesión, que es bastante hábil para enfurruñarse por no haber conseguido todo cuanto se proponía.

El regionalismo político, a la corta o a la larga, representa un peligro para la unidad nacional. El administrativo no. Todo lo que sea descentralizar ciertos servicios públicos será medida de sabia política. Los Estatutos provincial y municipal pueden ser objeto de repulsa por su origen, si se quiere, pero no por su intención. Muchas funciones del Poder central convendría desglosarlas del mismo con lo que ganaría la Administración pública mayor soltura en sus movimientos. Tan es así que no creemos se intente, siquiera, por nuestros legisladores de la segunda República arrebatar a las provincias y los municipios aquellas facultades que son la nota más castiza del iniciado proceso autonómico.

De otra parte y admitido en el terreno de las hipótesis el regionalismo político como un bien futuro, como un avance evidente en el arte de gobernar, habría que someter a hábiles ensayos la competencia y el buen juicio de las provincias o regiones, comprobando su probidad administrativa, su diligencia en los servicios, el tino y oportunidad de sus proyectos. Mientras no sepamos como se comportan ¿quién se aventura a entregarles su propio gobierno? Será discreto el hacerlas pasar por esta experiencia o piedra de toque, antes de ponerlas en posesión de los resortes del mando. Pero en España no cabe el empleo de medias tintas: o echamos a cada provincia un lazo al cuello o las hacemos dueñas y señoras de sus actos. Este extremismo político me recuerda a cierto ricachón que, temeroso de que le robaran,-en estos días en que la propiedad está tan solicitada-colocó una noche, detrás de cada puerta o ventana de su casa, un criado bien fornido y por si fuera esto poco, armado hasta los dientes. Al siguiente día le afearon en el casino del lugar tan exagerada precaución y como en los pueblos hay una gracia instintiva muy socarrona, le pusieron por mote Napoleón. Para que nadie se burlase de él mandó dejar por la noches abiertas de par en par las puertas de su casa. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: que una mañana se encontró con que le habían desvalijado la gaveta donde guardaba sus ahorros.

Dios quiera que nosotros no tengamos que lamentar algún día algo parecido. La política ha de ser reflexiva y prudente. La sociedad no es un cuerpo muerto tendido en la mesa de disecciones. La improvisación es cosa del Arte, que no tiene tras de sí más que la posterioridad o el olvido. Mas donde hay intereses, compromisos y otros ataderos, la improvisación puede ser el principio del caos “un error moral o un error filosófico-arguye un grande ingenio español-pueden acarrear a la sociedad y al individuo infinito número de males; pero un error meramente estético, esto es, el mal gusto, pocos son los males que pueden traer consigo saliendo del círculo mismo de la literatura y de las artes”

¿Qué quiere decir esto de que para nuestros hombres públicos no exista la zona templada? España es un péndulo que va de derecha a izquierda. O estamos en los trópicos sesteando o camino del polo en toda actividad febril. Estas exageraciones están muy dentro de nuestra naturaleza. Circunscribirlas al área de la política sería un error. La vida española está llena de antinomias. Bastará recordar las páginas más brillantes de su literatura. De un lado los raptos sublimes de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, y de otro los lazarillos y buscones, maestros de la ganzúa y de la trampa. La misma Justicia, que si hemos de atenernos a su representación alegórica debe estar en el fiel de la balanza, anduvo siempre descentrada. O se hizo rígida e inflexible en Zalamea y Fuenteobejuna o se tornó demasiado dúctil con aquel famoso doctor de Los intereses creados que condicionaba la Justicia a la colocación de una o dos comas.

Si detesto el regionalismo político porque en el fondo es hurañía y secesión, no estoy muy conforme, que digamos, con el arte regional y autóctono. Sin embargo, el mérito bien probado de algunas obras de la literatura localista, causa es de que mi actitud en este punto no sea la de un espíritu intransigente e inabordable.

Las letras españolas han mostrado siempre una marcada tendencia realista. Nuestro teatro clásico, hechas ciertas salvedades, como La Celestina, poco representable por cierto, y sus numerosas imitaciones, es más romántico que realista. Pero frente a las exageraciones y abultamientos del teatro clásico, florece con inusitada exuberancia la literatura picaresca. Pasado el periodo romántico, cuya duración fue de cuatro lustros escasamente, surge de nuevo la novela realista. Por último, la literatura regional no es otra cosa, a mi juicio, que una exaltación de la realidad, sentida y expresada de modo hiperestético.

Nuestros novelistas de fines del siglo XIX aprovechan con voluptuosa meticulosidad, la riqueza de los elementos estéticos de los burgos españoles: sus tipos castizos; sus bellezas panorámicas; su filosofía popular, abundante en dichos sentenciosos y agudas máximas; y sus costumbres patriarcales. La honda poesía de la vida campesina y rural ha sido retratada exacta y puntualmente. Sin duda alguna ha coadyuvado al éxito del arte regional la variedad fisonómica de la Península. Cada comarca tiene sus costumbres propias. El traje de una región difiere notablemente del de otra. La musa popular también presenta matices diversos. No es menos pintoresca y variada la topografía de cada pueblo, el arte de cocinar y las fiestas rurales. Desde el antruejo hasta la romería, con su doble carácter religioso y profano, existe una multitud de honestas y regocijadas diversiones.

Sin embargo, esta riqueza de elementos estéticos, más formal que interna, no ha aportado a la literatura ningún héroe de la enjundia de Don Quijote, de Fausto, o de La Celestina.

La literatura regional, con muy contadas excepciones, es un arte menor, como la música popular respecto de una sinfonía de Beethoven. Dentro de poco, dicha literatura, tendrá un valor puramente arqueológico, pues la tendencia imperante de estos días consiste en borrar las diferencias externas de los pueblos y procurar que desaparezca el aislamiento en que los mismos viven. Recordemos el ejemplo del Japón, tan sensible a la influencia renovadora del espíritu europeo.

En un país tan universalista como el nuestro, la literatura regional no puede producirse por generación espontánea, como los hongos. Hay que buscar una explicación a este fenómeno: Sapientia est scire per causas.

A mi modo de ver el regionalismo literario fue, de una parte, la repercusión en nuestra novela del naturalismo francés; y de otra, la consecuencia lógica de nuestro desastre colonial. Zola en España habría fracasado rotundamente. Los elementos que le proporcionara Francia, con sus grandes urbes de vida compleja y turbulenta, le habría faltado entre nosotros. Blasco Ibáñez que ha sido en las letras españolas y a mi juicio, el más afortunado imitador del autor de Teresa Raquin, tuvo para copiarle que caer en la hipérbole.

Vista la imposibilidad de hacer la novela de las grandes ciudades, nuestro naturalismo-que era el castizo realismo de Hurtado de Mendoza, de Quevedo y de Velázquez, si bien determinista y sombrío-derivó a la literatura regional. Pero la razón interna del regionalismo literario, si hemos de buscar en la Historia la explicación de ciertos fenómenos humanos, proviene de nuestro desastre ultramarino, porque así como el imperialismo de Carlos V nos trajo la primera novela del mundo-primera de la universalidad de su contenido y las bellezas de su forma-; la pérdida de nuestras colonias, último resplandor de un pasado grande y glorioso, particularizó el arte español, dándole el tono de cada comarca; imbuyéndole la psicología lugareña, cazurra y cerril de sus habitantes.

No olvidemos que en el mundo del espíritu como en el físico hay leyes que dirigen nuestros actos. Las pequeñas causas no pueden producir más que pequeños efectos. Lanzad al espacio una flecha antes que el arco haya alcanzado su máxima elasticidad y la veréis caer a tierra a penas iniciada su trayectoria. Los pueblos son arcos que se distienden más o menos según la energía espiritual que tienen almacenada. El espacio recorrido por la flecha nos dirá cual es la dimensión de nuestro arte. El Quijote, por ejemplo, supone la máxima trayectoria, y por ende la máxima tensión del arco. “Civilización no es otra cosa que tensión”-ha dicho Spengler. Recordemos ahora que cantidad de energía anímica tenía almacenada el pueblo español tras de ocurrir el desastre colonial. ¿Qué recorrido había de lograr nuestro genio creador disparado como una flecha contra el blanco del arte?

La literatura, como documento humano, es el lienzo donde van a proyectarse las características de cada siglo; su psicología y temperamento colectivo; sin que al escritor le quepa, sino raras veces, desoír la voz íntima del pueblo y de la época en que vive; dejar de atemperarse a su ritmo social.

Es opinión muy generalizada entre los historiadores, que las grandes crisis nacionales producen idéntica situación en el campo de las letras y de las artes. De este modo un pueblo de copiosa cultura tendrá una brillante organización política y social; y por el contrario un país de mediano nivel intelectual habrá de lamentar las deficiencias de sus legisladores, la pobreza de su comercio y su marcha rezagada con respecto a los demás Estados.

Cuando una nación se siente fuerte y poderosa, pocas veces se limitan sus posibilidades a tal o cual campo de acción, sino que se ensayan, felizmente de ordinario, todas las actividades físicas y teoréticas que constituyen la fisonomía de la Historia. El siglo de Pericles, el de Augusto y el de León X vienen en auxilio de nuestra tesis.

España, mientras fue un pueblo fuerte, señoril, aventurero; tan amigo de la realidad como de la quimera, nos dio pensadores y artistas llenos de universalidad. Solo cuando nos vino la contraria, cuando se nos volvió el santo de espaldas, como suele decirse, el pensamiento se localizó; las formas artísticas se fundieron en el crisol de un particularismo ancestral y la hipocondría se apoderó de la mentalidad española, trayéndonos el triste espectáculo de la generación del 98.

El rango político de un país trasciende a la obra de sus artistas, como se refleja en la cara la economía de nuestro organismo. Un inglés, pongo por caso, no tiene la misma visión que el natural de Andorra o de san Marino. De aquí que la literatura, que es la historia novelada de un pueblo, sea, al igual, el exponente de su genio creador; y allí donde la vitalidad fluya copiosa y pletórica, el sentido del arte será más dilatado, más expansivo, más universal y sus obras se inmortalizarán por ese mismo contenido de sentimiento humano.

Huyamos, pues, de los particularismos, que restringen la personalidad de los pueblos, malbaratan su valor espiritual y los hacen huraños y misántropos. Cataluña separada del resto de España sería la patria de Muntaner, Auxías March y Mosén Jacinto; pero unida a España será también la patria de Don Quijote, de Don Juan y de La Celestina.

De aquí, precisamente, que nos parezca poco afortunada la actitud del señor Azaña en relación con el Estatuto catalán. La Historia es como esos almacenes bien abastecidos donde nada falta. Pero la elección del antecedente histórico en que hemos de fundar nuestra actitud no es tan fácil como elegir un paraguas o un maletín de viaje. La responsabilidad del cargo nos exige más objetividad en nuestras apreciaciones. España no es un conejo de Indias en el que cada político ensaye libremente su ideología acerca de la organización del Estado.

Un gobernante no puede desentenderse de la Historia, ni interpretarla a su arbitrio. Quédese esto para las lucubraciones del Ateneo o de la cátedra, donde caben todos los puntos de vista por disparejos o atrevidos que sean. Pero el interés nacional, el interés público, exige más prudencia, tanto en los juicios como en las resoluciones; porque una disciplinada mayoría parlamentaria puede enrolarse a la empresa más aventurada.

La Historia, esta gran educadora del linaje humano, como ha observado Herder, nos dice que España ha sido siempre una nación de sentimiento universalista. Recordemos a sus navegantes, aventureros, conquistadores, políticos, teólogos y juristas. Podría decirse sin pecar de hiperbólicos, que el mundo les venía estrecho. Desconocían la inflexibilidad de los límites humanos. Ora ensanchaban las fronteras materiales del Estado, ora nutrían la Historia de figuras dignas del mármol pentélico. Místicos y ascetas nos recordaron también, en momentos de profana solemnidad que hay otro mundo por conquistar, vulnerable tan solo a las armas incruentas de la virtud, del sacrificio y del amor.

Caminemos siempre bajo el haz de rayos de esta luz mágica y cegadora del pasado español. Que no pueda decirse nunca de esta segunda República, que sus gobernantes disgregaron a España hasta reducirla a un abigarrado núcleo de pequeñas nacionalidades. ¿No sería mejor decir que los políticos de la segunda República conservaron indemne la unidad nacional, defendiéndola del sentimiento rencoroso y atávico del particularismo?